El hombre en su estado caído
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Capítulo 9
“No hay justo, ni aun uno; no hay quien entienda, no hay quien busque a Dios. Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles; no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno. (…) Por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3.10–12, 23).
“Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá?” (Jeremías 17.9).
Medite acerca de la pureza y la felicidad del hombre en su primer estado en el Huerto de Edén. Ahora, compare esa escena con el hombre pecaminoso, depravado y desdichado de la actualidad y usted podrá darse cuenta por lo menos de una parte de lo que perdió el hombre en la caída.
Es necesario estudiar la depravación y la desdicha del hombre caído para poder entender la grandeza de la bondad y el amor compasivo de Dios. Sólo ese gran amor de Dios pudo reconciliarnos con él.
Satanás se presentó en el Huerto de Edén y dijo lo siguiente: “¿Conque Dios os ha dicho? (…) No moriréis; sino sabe Dios que (…) seréis como Dios” (Génesis 3.1–5). De esta manera la serpiente utilizó su astucia para llamar la atención del ojo y del alma de la víctima. Analicemos cómo respondió el hombre a la tentación del diablo.
La caída del hombre
1. El descuido
Al prestarle atención al diablo (Génesis 3.2), Eva se olvidó de la veracidad y bondad de Dios, y de las bendiciones maravillosas de las cuales gozaba. Ella escuchó al enemigo de Dios. Este fue su primer error.
2. La incredulidad
Eva dudó de lo que Dios dijo (Génesis 3.6). Ella no hubiera creído las palabras del diablo, “no moriréis”, si no hubiera dudado de lo que Dios había dicho: “moriréis”. Si la mujer no hubiera transferido su fe y confianza de Dios a Satanás, ella nunca hubiera codiciado el fruto de aquel árbol. Y si ella hubiera creído a Dios entonces el fruto prohibido no hubiera parecido “bueno para comer”, ni “agradable a los ojos”, ni “codiciable para alcanzar la sabiduría”.
3. La codicia
Eva quiso ser igual a Dios. De la incredulidad nació la codicia. Después que Eva se olvidó de la bondad y el amor de Dios, la codicia se apoderó de ella. Eva gozaba de mejores cosas de las que el tentador pudo ofrecerle, pero la codicia la cegó y la guió a ilusiones vanas.
4. La desobediencia
La codicia, unida a la ceguera espiritual, impulsó a Eva a extender la mano para coger el fruto prohibido (Génesis 3.6). Ella desobedeció, y a causa de su desobediencia y la de su marido “el pecado entró en el mundo” (Romanos 5.12).
5. La muerte (Génesis 3.3)
Dios había amonestado a Adán y Eva: “No comeréis [del fruto] (…) para que no muráis” (Génesis 3.3). La desobediencia trajo consigo la muerte. “El pecado, siendo consumado, da a luz la muerte” (Santiago 1.15). Adán y Eva ya estaban muertos espiritualmente. El hecho de que Dios impidiera que el hombre comiera del árbol de la vida y viviera para siempre en su estado pecaminoso confirma que la muerte física entró también. (Lea Génesis 3.23–24.) El hombre se convirtió así en un ser mortal.
En esta primera transgresión tenemos una descripción de lo que sucede cada vez que un ser humano, tentado a alejarse de Dios, cede a la tentación y cae en pecado. Juan se refiere a la tentación como “los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida” (1 Juan 2.16). Estos tres corresponden con lo que Eva vio (o se imaginó que vio): “Bueno para comer (…) agradable a los ojos (…) codiciable para alcanzar la sabiduría”. Estas cosas también se vieron cuando el diablo trató de destruir al Hijo de Dios en la tentación en el desierto. (Lea Mateo 4.1–11.) La diferencia entre Eva y Cristo fue que Eva cedió; mientras que Cristo venció. Cuando el tentador se nos presenta no existe otro lugar de seguridad para nosotros sino sólo al pie de la cruz de Cristo.
La condición del hombre caído
1. Está muerto espiritualmente
Pablo describe el estado del hombre caído de la siguiente manera: “Muertos en (…) delitos y pecados” (Efesios 2.1). Otra vez él le escribe a Timoteo (y a nosotros): “Pero la que se entrega a los placeres, viviendo está muerta” (1 Timoteo 5.6). Esta es la seria advertencia que todo hombre debiera tomar en cuenta: “La paga del pecado es muerte” (Romanos 6.23). Estar muerto espiritualmente iguala estar alejado de Dios.
2. Es un hijo del diablo
Pablo se dirigió a Elimas como “hijo del diablo” cuando él se opuso a la obra del Señor (Hechos 13.10). Cristo reprendió a los fariseos de forma semejante cuando los amonestó, diciendo: “vosotros sois de vuestro padre el diablo” (Juan 8.44). Cuando el hombre se aleja de Dios se convierte en hijo del diablo.
3. Tiene una mente rebelde
“Por cuanto los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden; y los que viven según la carne no pueden agradar a Dios” (Romanos 8.7–8). “Pero el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente” (1 Corintios 2.14). Estos versículos muestran por qué el pecador siempre posee una mente desobediente y rebelde.
4. Tiene un corazón malo
“Corazón malo de incredulidad” (Hebreos 3.12) es otra manera de decir que “engañoso es el corazón [del hombre caído] más que todas las cosas, y perverso”. (Lea también Marcos 7.21–22; Romanos 7.18.) La única manera para quitar este corazón malo es someterse a Dios, recibir a Jesucristo como Salvador y Señor, convertirse y permitir que él reemplace el corazón malo con “un corazón nuevo y un espíritu nuevo” (Ezequiel 18.31).
5. Es una criatura corrompida
“Para los corrompidos e incrédulos nada les es puro; pues hasta su mente y su conciencia están corrompidas” (Tito 1.15). Este versículo describe la total depravación del hombre. No es de maravillarse que Pablo escribiera que “en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien” (Romanos 7.18). No hay cosa como “un hombre bueno” aparte de Cristo; porque “todas nuestras justicias [son] como trapo de inmundicia” (Isaías 64.6).
6. Es siervo del diablo
“[Para que] escapen del lazo del diablo, en que están cautivos a voluntad de él” (2 Timoteo 2.26). Cristo vino para “librar a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre” (Hebreos 2.15). “La esclavitud de corrupción” (Romanos 8.21) es otra manera de explicar la misma verdad. Aquellos que piensan estar en libertad por el hecho de desatender la salvación de Dios y la reconciliación con él están en la peor esclavitud que se puede imaginar. El hombre no conoce la libertad verdadera, sino sólo por la libertad en Jesucristo.
7. Es hijo de ira
“Entre los cuales también todos nosotros vivimos en otro tiempo en los deseos de nuestra carne, haciendo la voluntad de la carne y de los pensamientos, y éramos por naturaleza hijos de ira, lo mismo que los demás” (Efesios 2.3). “He aquí, en maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre” (Salmo 51.5). Los hombres en este estado no ven la ira que les espera, porque están ciegos espiritualmente.
8. Está bajo condenación
“El que no cree, ya ha sido condenado. (…) Y esta es la condenación: (…) los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas” (Juan 3.18–19). “Cuando se manifieste el Señor Jesús desde el cielo con los ángeles de su poder, en llama de fuego, para dar retribución a los que no conocieron a Dios, (…) pena de eterna perdición” (2 Tesalonicenses 1.7–9), entonces “los malos serán trasladados al Seol, todas las gentes que se olvidan de Dios” (Salmo 9.17). Notemos que la condenación ya existe en esta vida y la consumación de ella vendrá en la eternidad.
9. Está sin esperanza
“Ajenos a los pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo” (Efesios 2.12) es como Pablo describe a los que están fuera de Cristo. Muchas veces leemos o escuchamos de hombres que han sido sepultados entre los escombros después de un terremoto, viviendo allí durante algunos días y aun durante semanas enteras antes de ser rescatados. A veces mueren antes de que llegue alguien quien los libere. Así es el alma perdida, presa en el pecado. ¡Qué triste es cuando las almas cegadas por el pecado se niegan a recibir la ayuda de Jesucristo, el gran Libertador! El que se niega a ser librado de la esclavitud pecaminosa en esta vida será trasladado a la esclavitud en el lago de fuego donde estará por toda la eternidad, sin esperanza a ser librado.
Todas estas descripciones bíblicas del hombre caído son confirmadas por lo que vemos en las vidas de los pecadores.
El hombre “bueno” necesita la salvación
Los incrédulos a veces se justifican diciendo que son personas “buenas”. Llevan una vida limpia, se jactan de que no tienen vicios, muchas veces se comparan a sí mismos con miembros de la iglesia para mostrarse buenos. Cristo comparó al pobre pecador con el fariseo que se justificó a sí mismo y dijo que el primero fue “justificado antes que el otro” (Lucas 18.14). El infierno no es solamente para los malos, sino también para todos los que “se olvidan de Dios” (Salmo 9.17). La ira eterna de Dios está contra “los que no conocieron a Dios, ni obedecen al evangelio de nuestro Señor Jesucristo” (2 Tesalonicenses 1.8). El hombre vil y el hombre “bueno” están en un mismo nivel ante Dios. Ambos pueden ser salvos sólo por la gracia de Dios que convierte al hombre a la justicia.
La chispa de vida
La misma no es “la chispa de divinidad” que algunos piensan que se halla en cada alma. Todas las almas sin salvación están completamente muertas en delitos y pecados, depravadas y corrompidas, sin esperanza y sin Dios en el mundo. Sin embargo, hay algo en todo hombre que es capaz de responder a la bondad y la gracia de Dios; igual que Eva, quien aunque perfecta y sin pecado, tenía algo dentro de sí con lo que le prestó atención al diablo y codició lo que se le ofreció. De igual forma el alma, aunque muerta en delitos y pecados, tiene algo dentro de sí que oye a Dios y puede escoger servirle. Sí, “viene la hora, y ahora es, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que la oyeren vivirán” (Juan 5.25). En cada ser humano hay una conciencia que Dios puede tocar. Es ésta precisamente la que el Espíritu Santo toca para convencer a los pecadores de que ellos necesitan arrepentirse de sus pecados. Sabiendo que la gracia de Dios puede alcanzar al pecador más duro, amonestamos a cada uno, como dice la Biblia: “si oyereis hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones” (Hebreos 3.7–8).
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